jueves, 26 de mayo de 2011

Los anillos de Borromeo

A finales del siglo XIV, el joven Vitaliano Borromeo llegó a Milán procedente de Padua y de San Miniato, en la Toscana. Con el paso de los años se fue haciendo un hueco en la ciudad y consiguió entrar en la corte del Duque de Milán, Filippo Visconti, primero como tesorero (1418) y más tarde ascendiendo a consejero (1441). Su valioso trabajo fue recompensado en 1445 con el título de Conde de Arona.

A la muerte de Vitaliano en 1449, su hijo Filippo cogió las riendas de la familia Borromeo. Amplió el negocio bancario que había empezado su padre, extendiéndolo a Londres y Barcelona, y convirtiéndose en uno de los banqueros más importantes de toda la región. En 1450, apenas un año después de la muerte de su padre, Filippo fue nombrado “caballero de Oro” por Francesco Sforza, que había sucedido a Visconti como Duque de Milán. Éste fue, seguramente, el momento culminante de la familia Borromeo.

Escudo de armas de la familia Borromeo
hacia mitad del siglo XV.

La imagen anterior representa el escudo de armas de la familia en aquella época. Destaca el unicornio con una corona de oro en el cuello, añadido a petición del Duque de Milán cuando Vitaliano fue nombrado Conde (la serpiente comiéndose a un niño es el símbolo de los Visconti).

Y justo al lado del unicornio, debajo de las bandas diagonales, aparecen tres anillos entrelazados, regalo de Francesco Sforza como reconocimiento al apoyo que la familia Borromeo prestó en la defensa de Milán. Se piensa que los anillos representan a las familias Visconti, Sforza y Borromeo, que formaron una “unión inseparable” por medio de matrimonios: Filippo se casó con Francesca Visconti y, más tarde, su hija Giustina también se casaría con otro miembro de la familia Visconti.

Estos anillos así dispuestos es lo que hoy se conoce como los anillos de Borromeo, unos sencillos objetos entrelazados que han despertado la curiosidad tanto de matemáticos como de químicos.

Representación clásica de los anillos de Borromeo.

La unión hace la fuerza
La familia Borromeo no fue la primera en utilizar estos anillos como símbolos. Se conocen representaciones mucho más antiguas, que se remontan al siglo II d.C., en el arte budista de la región de Gandhara, al sureste de Afganistán. Otra versión posterior, y con forma de triángulo, llamada Valknut, fue utilizada por los vikingos (la palabra Valknut proviene del noruego antiguo, en el que valr significa guerrero difunto y knut, nudo).

Detalle del grabado en una piedra donde aparecen el Valknut
(Imagen retocada por Nbarth, del original de Berig).

¿Qué es lo que tienen de especial los anillos de Borromeo para que haya fascinado a culturas tan distintas? Su principal característica es que no están enlazados dos a dos. Es decir, tal y como están dispuestos, los tres anillos permanecen unidos. Pero si cortas uno sólo de ellos, el que quieras, la unión se desmorona y los tres anillos se separan. Esta propiedad, que en matemáticas se conoce como brunniana –en honor al matemático alemán Hermann Brunn (1862-1939), que fue el primero en hablar de ella-, ha hecho que los anillos de Borromeo se hayan usado desde hace mucho tiempo para representar la fuerza de la unión (y, a la vez, la fragilidad de la misma cuando falla una de las partes). Por ejemplo, en un manuscrito francés del siglo XIII se utilizaron los anillos de Borromeo como símbolo de la Santísima Trinidad. Otro caso más actual, y completamente diferente, es el logo de la Unión Matemática Internacional (IMU, de sus siglas en inglés), que se inspiró en los anillos de Borromeo para representar la interconexión existente, no sólo entre los diversos campos de las matemáticas, sino también entre la propia comunidad de matemáticos de todo el mundo.

Los anillos de Borromeo, como símbolo de la Santísima Trinidad cristiana.


El estupendo logo de la UMI, diseño del matemático estadounidense John M. Sullivan
(Crédito: John M. Sullivan).

Los anillos en las matemáticas
La aparición de los anillos de Borromeo en el ámbito de las matemáticas se hizo esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX. En aquella época ya se sospechaba que todas las cosas estaban hechas de átomos, aunque no se conocía la naturaleza concreta de estos átomos, puesto que nadie había visto uno. El físico y matemático británico Lord Kelvin propuso en 1867 que los átomos eran nudos, pequeños remolinos o vórtices en el éter, esa misteriosa sustancia que ocupaba todos los espacios vacíos como si fuese un fluido (y que hoy sabemos que no existe). De acuerdo con esta sorprendente teoría, si se clasificaban todos los nudos posibles se podría entender las propiedades de los átomos –y, por tanto, de la materia en general-; por ejemplo, cómo absorben o emiten luz. Otro físico matemático de las Islas, Peter Guthrie Tait, se pasó muchos años realizando una tabla de nudos convencido de que estaba creando una tabla de elementos. (Su trabajo no fue en balde: Tait puso una de las primeras piedras de la teoría de nudos.) En una de ellas de 1876 aparecieron por primera vez los anillos de Borromeo, aunque nadie los llamaba así todavía. Para eso hubo que esperar casi un siglo, hasta que Ralph H. Fox se refirió a esa figura con el nombre anillos de Borromeo en su obra de 1962 A quick trip through knot theory.

Desde el punto de vista geométrico, los anillos de Borromeo no son más que tres círculos dispuestos de una manera determinada. Si observas la figura de los anillos de Borromeo, existen seis puntos en los que un anillo se cruza con otro. Puesto que en cada cruce hay dos posibilidades distintas (que se haga por arriba o por debajo del círculo en cuestión), resulta que en total tenemos 26 = 64 posibles configuraciones diferentes. Ahora bien, si tenemos en cuenta las simetrías del sistema, estas sesenta y cuatro configuraciones se reducen a sólo diez modelos geométricamente distintos (de los cuales uno de ellos son nuestros anillos de Borromeo). Se considera que dos modelos son el mismo si uno puede obtenerse a partir del otro aplicando una o varias de las operaciones de simetría siguientes: rotación de 120°, reflexión, y reflexión en el plano del objeto. Esta última operación significa que todos los cruces se invierten: si el círculo pasa por arriba en un determinado cruce, ahora pasará por abajo, y viceversa.

Los anillos de Borromeo también pueden ser analizados desde el punto de vista de la topología, la rama de las matemáticas que estudia las propiedades más básicas de los objetos, sin importarle la forma exacta o el tamaño. Si un objeto puede ser manipulado y deformado  sin romperse hasta convertirse en otro objeto, entonces se dice que ambos son topológicamente equivalentes. Es el caso, por ejemplo, de una taza de café y una rosquilla. Volviendo a los anillos de Borromeo, los diez modelos geométricos anteriores se reducen a sólo cinco distintos desde el punto de vista de la topología. (Si quieres profundizar en el asunto, puedes encontrar más información en esta página.)

Una ilusión óptica
Antes de seguir adelante, tengo que detenerme para aclarar una cosa. Hemos visto que los anillos de Borromeo se representan habitualmente mediante tres círculos. Pero, ¿y si te dijese que esa imagen es una ilusión óptica y en la realidad es imposible construirlos con círculos? ¿Verdad que sería increíble? Pues aunque te resulte sorprendente, así es. Y si no lo crees, hay una manera muy sencilla de comprobarlo. Construye con alambre tres círculos y verás que tienes que retorcerlos y deformarlos para conseguir que encajen como los anillos de Borromeo. Este resultado tan intuitivo, una vez que lo verifica uno mismo, también tiene su fundamento matemático: en 1987, los matemáticos Michael Freedman y Richard Skora demostraron que los anillos de Borromeo no pueden construirse con circunferencias planas. En cambio, si en vez de circunferencias utilizas elipses -o cualquier otra figura que no sea completamente circular-, no hay ningún problema en construir los anillos. (Todo esto no invalida para nada lo que se dijo en el apartado anterior sobre las propiedades geométricas y topológicas de los anillos de Borromeo.)

Algo así quedaría al intentar construir los anillos con círculos en la realidad.

Los anillos de Borromeo, versión elipses.

Y ahora, la química
Y si pensabas que esto era todo, espera un momento. Todavía queda una última sorpresa. Además de ser un objeto matemático de lo más interesante y servir como símbolo de unidad, los anillos de Borromeo han encontrado una inesperada aplicación ¡en la química! 

En efecto, en 2003, un grupo de químicos de UCLA y la Universidad de Missouri, encabezados por J. Fraser Stoddart, creó un compuesto con unos anillos de Borromeo moleculares de apenas 2,5 nanómetros que incluía dieciocho componentes, entre ellos seis iones metálicos de zinc. Stoddart, que fue hasta 2007 el director del Instituto de Nanosistemas de California, admitió que habían conseguido uno de los retos más ambiciosos de la llamada topología molecular, una rama de la química matemática que se dedica a describir la estructura de los compuestos químicos. La topología molecular permite predecir las propiedades de moléculas ya existentes y, también a la inversa, crear moléculas nuevas a partir de propiedades predeterminadas.

Los anillos de Borromeo moleculares de Stoddart & co.

En la actualidad, los investigadores buscan la forma de utilizar estos anillos de Borromeo moleculares en campos como la espintrónica, una forma de electrónica avanzada que  aprovecha la carga y el espín de los electrones.  También se piensa que podría encontrar aplicaciones en la mejora de las imágenes médicas.

Quién iba a pensar que los anillos de Borromeo iban a dar tanto juego, ¿verdad? Si Vitaliano y Filippo levantaran la cabeza...

NOTA: Esta entrada participa en la Edición 2.4 del Carnaval de Matemáticas que organiza Clara Grima en su blog seispalabras. También participa en la V Edición del Carnaval de la Química que alberga José Manuel López Nicolás en su blog SCIENTIA.

IMÁGENES
Todas las imágenes son de dominio público, salvo donde se indique lo contrario.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Joseph Rotblat, ciencia y conciencia

Cuentan los que le vieron en Oslo en 1995 que Joseph Rotblat tenía un aspecto estupendo: estaba en forma, desprendía vitalidad y cautivaba a cualquiera con su sonrisa. Todavía mantenía una activa vida profesional en Londres, ciudad donde residía desde hacía cincuenta años. Se levantaba temprano por la mañana, se pasaba el día en su pequeña oficina en frente del Museo Británico y se acostaba hacia la medianoche. No estaba nada mal para una persona que por aquel entonces contaba con 86 años.

Joseph Rotblat,
una persona admirable.
Rotblat era físico y su pasión era la ciencia. Pero sus convicciones personales y su responsabilidad social le llevaron a dedicar más de media vida a advertir de los peligros de las armas nucleares. En reconocimiento a su labor, había acudido a la capital noruega a recoger el Premio Nobel de la Paz “por sus esfuerzos para disminuir el papel que desempeñan las armas nucleares en la política internacional y, a largo plazo, eliminar dichas armas”. El premio lo compartía con las Conferencias Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales, de las que él mismo fue Secretario General y Presidente durante muchos años, y que tanto ayudaron a derribar el Telón de Acero, al facilitar el diálogo entre los científicos de las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética.

No es difícil imaginarse a Rotblat, en su hotel de Oslo, horas antes de recibir el galardón, repasando una y otra vez su discurso y, al mismo tiempo, rememorando su larga e intensa vida. Una vida que, como veremos a continuación, no fue nada fácil.

Una infancia de contrastes
Y eso que cuando nació en Varsovia el 4 de noviembre de 1908, su familia, de origen judío, tenía un próspero negocio de transportes especializado en documentos (lo que hoy llamaríamos un servicio de mensajería) y poseía unos terrenos en las afueras de Varsovia donde criaban caballos. Aquellos primeros años fueron, seguramente, los más felices de su vida.

Pero este bienestar no iba a durar mucho; exactamente lo que tardó en declararse la Primera Guerra Mundial en 1914. Los caballos propiedad de la familia Rotblat fueron confiscados por el gobierno estatal sin compensación alguna, y el contrato que acababan de firmar con una importante compañía finlandesa quedó anulado. La familia pasó de la opulencia a la pobreza en un abrir y cerrar de ojos: el pequeño Joseph cambió los paseos en pony por largas esperas en la cola del pan, mientras sus padres se dedicaban a destilar vodka ilegalmente.

La situación no mejoró después de la Primera Guerra Mundial y Joseph se inició en el oficio de electricista. Al mismo tiempo, empezó a sentir la llamada de la ciencia. Sin dejar su trabajo de electricista, se matriculó en el curso nocturno de física de la Universidad Libre de Polonia, la única a la que tenía acceso debido a sus posibilidades económicas. Terminó en tres años y en 1933 pasó al Laboratorio Radiológico Miroslaw Kerbbaum, cuya directora honorífica era la mismísima Marie Sklodowska-Curie. Allí hizo sus prácticas bajo la tutela de Ludwick Wertenstein, un físico que había trabajado junto a la propia Curie en París y luego con Ernest Rutherford en el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Rotblat empezó a trabajar sobre dispersión inelástica de neutrones, un campo de investigación que pronto entraría en plena efervescencia.

Meitner y Hahn, en el laboratorio en 1913.
En efecto, en 1938, los químicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann realizaron un descubrimiento asombroso. Al bombardear átomos de uranio –el elemento más pesado conocido entonces- con neutrones, obtuvieron elementos mucho más ligeros que el uranio, acompañados de una enorme emisión de energía. La física Lise Meitner, colega de Hahn encontró la razón: el núcleo del átomo se dividía en dos debido al impacto de un neutrón. El proceso fue bautizado como “fisión nuclear”, por analogía a la fisión celular (lo que nosotros conocemos como división celular).

Rotblat fue uno de los primeros en confirmar que en la fisión nuclear también se emitían una cierta cantidad de neutrones. En tal caso, cada uno de estos neutrones podría a su vez golpear y fisionar otros núcleos de uranio, produciendo más energía y nuevos neutrones, y así sucesivamente. En definitiva, se produciría una reacción en cadena. Si esta reacción en cadena se conseguía estabilizar, se tendría una fuente conti­nua de energía, lo que se llama un reactor o pila nuclear. Pero si la reacción se producía en una fracción de segundo y de forma descontrolada, se obtendría un explosivo con una capacidad de destrucción desconocida hasta entonces. La idea de una bomba atómica estaba ya en la mente de muchos científicos en febrero de 1939.

Fue entonces cuando Rotblat aceptó la invitación de James Chadwick, el físico inglés que había recibido el Premio Nobel cuatro años antes por su descubrimiento del neutrón, y que ahora  trabajaba en la Universidad de Liverpool.

La Segunda Guerra Mundial
En el verano de 1939, Rotblat recibió buenas noticias. Chadwick estaba tan satisfecho con su labor que le había concedido una beca de investigación. Gracias a este respaldo económico, Rotblat había regresado a Varsovia en busca de su mujer, Tola Gryn, para volver juntos a Liverpool.

Pero el destino estaba a punto de jugarle a Rotblat una mala pasada. En el último momento, un ataque de apendicitis obligó a Tola a quedarse en Varsovia. Tenía los papeles en regla, así que viajaría a Liverpool en cuanto se recuperase. El 30 de agosto de 1939, Rotblat tuvo que abandonar Varsovia para reincorporarse a su trabajo. Su tren fue uno de los últimos que salió de la capital polaca: apenas dos días después, el 1 de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia. 

Atrapado en Inglaterra tras la invasión de Polonia y sin noticias de su mujer, Rotblat continuó trabajando con Chadwick. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, un grupo de científicos encabezados por Albert Einstein escribían al Presidente Roosvelt para avisarle del peligro atómico nazi. Apenas unos meses después, se ponía en marcha el Proyecto Manhattan para intentar conseguir la bomba atómica antes que los alemanes.

Inglaterra se unió al esfuerzo científico de Estados Unidos y envió un equipo encabezado por Chadwick. Rotblat fue elegido inicialmente, a condición de que renunciase a su nacionalidad polaca (una de las premisas de los estadounidenses era que sólo se unieran científicos británicos). Aunque Rotblat se negó en redondo, finalmente fue admitido en el proyecto, después de que los responsables acordaran hacer una excepción con él. 

Foto de Rotblat durante
su estancia en Los Álamos.
Rotblat estaba entusiasmado con la posibilidad de trabajar al lado de algunos de los científicos más importantes del planeta, como Enrico Fermi, Edward Teller o un jovencísimo Richard Feynman. Pero muy pronto sufrió un tremendo desengaño. En una conversación informal, escuchó decir al general Leslie Groves, el jefe del Proyecto Manhattan, que el verdadero propósito de conseguir la bomba atómica no era frenar a Hitler, sino imponerse a los soviéticos. Eso le pareció a Rotblat una falta inadmisible de ética. ¿Cómo se podía fabricar una bomba tan mortífera y utilizarla para someter a tu propio aliado? ¿Acaso no estaban muriendo cientos de miles de soldados y civiles soviéticos en Stalingrado, intentando detener a los alemanes? Por si había alguna duda, los informes de la inteligencia aliada de finales de 1944 eran bien claros: Alemania nunca obtendría la bomba atómica antes de que terminase la guerra.

Aquello era más de lo que su conciencia estaba dispuesta a soportar. Rotblat había aceptado trabajar en la bomba atómica para impedir que los nazis conquistaran el mundo. Si no lo iban a conseguir, no tenía sentido seguir adelante. Dicho y hecho. Rotblat fue el ÚNICO (en mayúsculas, negrita, cursiva, subrayado y lo que haga falta para remarcarlo) que se atrevió a retirarse del Proyecto Manhattan y abandonar Los Álamos. Y lo hizo por una cuestión de principios.

El movimiento Pugwash
Debajo de esa nube de hongo
estaba Nagasaki. 
De vuelta a Inglaterra, recibió otro terrible mazazo: los servicios secretos británicos le informaron que su mujer había sido asesinada por los nazis. También su mentor Wertenstein había caído durante el final de la guerra. Ni siquiera la alegría de la rendición alemana en mayo de 1945 le duró mucho. Ese mismo agosto los estadounidenses utilizaron la bomba atómica contra Hiroshima y Nagasaki. Le pareció un acto cobarde y atroz, y se arrepintió profundamente de haber colaborado en su fabricación, aunque no tenía nada que reprocharse. Entonces tomó una determinación: dedicar el resto de su vida a una rama de la física nuclear que no tuviese aplicaciones militares. La encontró en el Hospital de St. Bartholomew de Londres, donde utilizó sus conocimientos para estudiar el efecto de la radiación sobre la salud humana.

Rotblat no se conformó con este cambio de rumbo profesional y empezó a mostrarse más reivindicativo. Quería que la humanidad conociese los peligros de las armas nucleares. Fundó en 1946 la Asociación de Científicos Atómicos Británicos (BASA, de sus siglas en inglés). Colaboró con Einstein y con el matemático y filósofo inglés Bertrand Russell en el famoso Manifiesto Einstein-Russell de 1955, después de los primeros ensayos con la bomba de hidrógeno, en el cual se llamaba la atención de los científicos sobre las consecuencias de su trabajo y la necesidad de reflexionar sobre ellas. Y fue uno de los promotores de la Campaña para el Desarme Nuclear, lanzada en 1958.

Russell lee el Manifiesto ante la prensa (Associated Press).

Pero su instrumento más valioso para luchar contra la amenaza nuclear fueron las llamadas Conferencias Pugwash. En 1957, Rotblat organizó una conferencia sobre ciencia y asuntos mundiales, financiada por el industrial norteamericano Cyrus Eaton. Por exigencia de Eaton, se celebró en Pugwash, un pequeño pueblo pescador de Nueva Escocia, Canadá, donde él había nacido. La reunión fue un éxito y pronto se repitieron anualmente. En las Conferencias Pugwash participaban científicos de todo el mundo, aunque la mayoría eran de Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética. En medio de la Guerra Fría, era un hecho insólito que científicos de los dos bandos se reunieran y conversaran, lo que ayudó a acercar posturas y rebajar la tensión entre los dos grandes bloques. En ellas se establecieron, por ejemplo, las bases técnicas de algunos acuerdos como el Tratado de No Proliferación Nuclear o el Tratado sobre Misiles Antibalísticos.

Los veintidós participantes en la 1ª Conferencia
Pugwash; Rotblat es el séptimo por la derecha

(Pugwash Conference on Science and World Affairs).

Por su lucha de cuarenta años en contra del riesgo de guerra nuclear, mediante escritos, conferencias, organización de estudios y otras actividades, Rotblat recibió el Premio Nobel de la Paz de 1995, compartido con las Conferencias Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales que él presidía entonces. Su discurso de aceptación finalizó con una frase extraída del Manifiesto Einstein-Russell: “Ante todo, recuerda tu humanidad”.

Joseph Rotblat murió el 31 de agosto de 2005. Tenía 96 años y la conciencia tranquila de los que se mantienen fieles a sus principios hasta el final.

Y para terminar, es difícil encontrar unas palabras más acertadas que las que Bertrand Russell dedicase a Roblat allá por 1969: “Muy pocos pueden ser sus rivales en el coraje, en integridad y en la abnegación total con la que abandonó su propia carrera científica (en la que, sin embargo, sigue siendo eminente) para dedicarse a combatir el peligro nuclear y otros relacionados. Si alguna vez se erradica ese mal y se enderezan los asuntos internacionales, su nombre deberá estar muy alto entre los héroes”.

NOTA: Esta entrada participa en la XIX Edición del Carnaval de la Física, que organiza José Manuel López Nicolás en su blog Scientia.

FUENTES:
  1. A. Fernández-Rañada, Heisenberg. De la incertidumbre cuántica a la bomba atómica nazi. Editorial Nívola, 2004.
  2. Martin Underwood, Joseph Rotblat: a man of conscience in the nuclear age. Sussex Acamedic Press, 2009.
  3. Irwin Abrahams, The Nobel Peace Price and the Laureates. Science History Publications, 2001.
IMÁGENES:Todas las imágenes son de dominio público salvo donde se indique lo contrario.

viernes, 13 de mayo de 2011

Premio a la Mejor Entrada del XVIII Carnaval de la Física

Como ya comenté en el resumen de la XVIII Edición del Carnaval de la Física, Carolina, de OK Infografía, se tomó la molestia de diseñar un distintivo como Premio a la Mejor Entrada, que se entregará como galardón a la entrada participante que más votos reciba entre los lectores. Como ya está en marcha una nueva edición del Carnaval, creo que es el momento de poner punto y final a las votaciones. De hecho, mi intención era haber publicado esta entrada a principios de semana, pero una insólita situación que ahora comentaré me lo ha impedido.

Te explico. En un principio, las votaciones se iban a cerrar el lunes a las 00:00 horas. Hasta ese momento, se habían contabilizado seis votos: Carlo Ferri, para Cuántica e Incertidumbre (Parte I), de Scentia Potentia Est; Emilio Silvera, para Por qué la gravitación de Einstein es una teoría cuántica no renormalizable, de Francis th(E) Mule News; Fran Sevilla, para Inicio de la Teoría de Cuerdas, de Emilio Silvera; María José, para Un dúo de altura, de La Aventura de la Ciencia; Jaime, para Descubrimiento de exoplanetas y su caracterización, de Vega 0.0;  y yo mismo, para ¡¡¡Qué horror…ha vuelto el Silicio!!!, de Scientia. Si sumas los votos de cada entrada te darás cuenta que había ¡un séxtuple empate! ¿Verdad que entiendes ahora por qué decidí alargar el periodo de votaciones?

El caso es que el mismo lunes se produjo otro voto que deshizo este increíble empate, y desde entonces no ha vuelto a votar nadie. Tony decantó la balanza a favor de Un dúo de altura. Así que el ganador es: Un dúo de altura…¡¡Sí, mi entrada!! ¡¡Increíble!! Estoy orgulloso y a la vez sorprendido del resultado. Sinceramente, no me lo esperaba y creo de corazón que cualquiera de las entradas participantes se lo merecía tanto o más. Pero el pueblo es soberano y lo cierto es que mi entrada se ha llevado el doble de votos que las demás (juasjuasjuas). Acato encantado la decisión y luciré orgulloso en mi blog el distintivo.

Aprovecho la ocasión para dar las gracias, una vez más, a todos los participantes de esta edición y a todos los que han votado. Os animo a que sigáis participando en el Carnaval de la Física, tanto escribiendo nuevas aportaciones como dando vuestra opinión en las votaciones.

Y para terminar, aquí dejo un maravilloso vídeo que ha circulado últimamente por Internet. Se trata de escenas del cielo de Tenerife, tomadas por su autor, Daniel López, a más de 2.000 metros de altura durante todo un año. Son casi cuatro minutos para relajarse y disfrutar con las imágenes y la música. 




jueves, 5 de mayo de 2011

El gran bulo de la Luna


A mediados de 1835, los lectores del periódico The New York Sun pudieron conocer de primera mano uno de los descubrimientos más increíbles de la historia de la ciencia. En la Luna se habían observado…¡UNICORNIOS!

Portada de The New York Sun de 1834.
En efecto, el 25 de agosto de 1835 se publicó en la página dos del periódico un artículo a cuatro columnas llamado “Grandes descubrimientos astronómicos realizados recientemente por Sir John Herschel en el cabo de Buena Esperanza”. En él se explicaba que el astrónomo inglés Sir John Herschel se había embarcado a finales de 1833 rumbo a Cuidad del Cabo, en Sudáfrica, acompañado de su ayudante el Dr. Andrew Grant y de un enorme telescopio de 7.000 kilogramos. Sir John era el hijo de Sir William Herschel, el gran astrónomo que había descubierto el planeta Urano en 1781, y su prestigio estaba fuera de toda duda.

El objetivo inicial de Sir John era observar el tránsito de Mercurio sobre el disco del Sol, un fenómeno que iba a ocurrir el 7 de noviembre de 1834. Pero gracias a la lente del telescopio, que tenía 42.000 aumentos y que estaba “construida bajo un principio enteramente nuevo”, había realizado una serie de extraordinarios descubrimientos astronómicos.

Retrato (sin peinar) de Sir John Herschel.
Herschel había recopilado estos descubrimientos en un documento y se lo había entregado al Dr. Grant, quien debía hacerlos llegar a la Royal Society, la prestigiosa sociedad que agrupaba a los científicos más eminentes de Gran Bretaña. Pero en vez de eso, el Dr. Grant los había enviado al Edinburgh Journal of Science, no sin antes eliminar los detalles técnicos. Haciendo gala de una gran audacia, The New York Sun había conseguido hacerse con un ejemplar del documento y ahora iba a publicarlos en primicia.

Durante los cinco días siguientes, el periódico explicó a sus asombrados lectores el contenido de este fabuloso documento. Según se relataba, todo había comenzado cuando Herschel apuntó su telescopio a nuestro satélite y descubrió que podía ver los objetos de la Luna como si se encontrasen a menos de cien metros de distancia. Al hacerlo comprobó asombrado que la superficie lunar no era yerma, sino que estaba cubierta de unas flores de color carmín, muy parecidas a las amapolas de nuestro planeta. A este prado de amapolas le seguía un enorme bosque lunar, en el que crecía una especie de abeto, y luego un lago de agua azul marino con “una playa de brillante arena blanca”. También había ríos e islas, y de la tierra emergían cristales de cuarzo y amatista en forma de obeliscos y pirámides que podían alcanzar casi treinta metros de altura. Todo estaba explicado con tal lujo de detalles que era difícil no imaginárselo.

Así de animada habría estado la superficie lunar en 1835.
Este fabuloso paisaje estaba habitado por multitud de especies vivas jamás vistas antes. Entre otras, había rebaños de bisontes diminutos, ciervos de gran tamaño y castores bípedos. Estos últimos animales eran de lo más curioso: además de andar a dos patas, construían mejores chozas que muchas tribus humanas y, atención al dato, ¡conocían el uso del fuego! Pájaros de diversas especies surcaban el cielo, como un pelícano gris o una grulla blanca y negra. Y por las playas rondaban extraños animales anfibios de forma esférica. Ninguno de ellos, sin embargo, sorprendió tanto a Herschel como unas criaturas azules con un cuerno. Se parecían a las cabras, pero al mismo tiempo eran elegantes como gacelas. En su honor, el valle donde los descubrieron fue bautizado como el “Valle de los Unicornios”.

Apenas habían pasado tres días desde que The New York Sun empezara a informar a sus lectores de los extraordinarios descubrimientos de Sir John Herschel, y ya no se hablaba de otra cosa en la ciudad. Pero aún quedaba la traca final: el día 28 de agosto se anunció el descubrimiento de vida inteligente (más inteligente aún que los castores, se entiende). Herschel y Grant se quedaron de piedra “cuando percibimos cuatro manadas sucesivas de grandes seres alados […] Era evidente que estas criaturas estaban conversando; su gesticulación, especialmente la acción variada de sus manos y brazos, parecía apasionada y enfática. De ahí inferimos que eran seres racionales. […] Dímosle la denominación científica de Vespertilio-homo u hombre murciélago; y es indudable que son criaturas inocentes y felices, aunque algunas de sus diversiones no se avendrían muy bien con el decoro de nuestras costumbres terrestres”.

Un hombre-murciélago,
posando para la ocasión. 
Estos hombres-murciélago habían construido un enorme templo de zafiro, con pilares de más de veinte metros de altura y un tejado amarillo que parecía oro. Aquello era tan fabuloso que el propio Sir John en persona analizaría sus descubrimientos en la siguiente entrega, la sexta. Pero entonces ocurrió lo inevitable. Los lectores de The New York Sun, que esperaban ansiosos más detalles sorprendentes, fueron informados de que, en un descuido, el telescopio se había quedado mirando hacia el este, de manera que cuando amaneció, los rayos solares, concentrados en las lentes, habían practicado un agujero del tamaño de una circunferencia de 4,5 metros a través de la cámara reflectante. El incendio que se produjo fue sofocado a tiempo de salvar el observatorio, pero el telescopio quedó inservible.

La otra historia
Como ya te puedes imaginar, toda la historia fue una enorme patraña. Nadie había visto unicornios trotando por una pradera, ni hombres-murciélago que caminaban y conversaban, ni nada parecido. El tal Dr. Grant no existía y el Edinburgh Journal of Science…¡había cerrado hacía unos años! Lo único cierto era que Sir John Herschel se encontraba en Ciudad del Cabo, eso sí, ajeno a todo este asunto y realizando sus propias observaciones astronómicas. Su objetivo era catalogar las estrellas, nebulosas y demás cuerpos celestes visibles desde el hemisferio sur para completar la clasificación estelar iniciada por su padre, Sir William. (De hecho, regresó a Londres en 1838 y se ganó una medalla de la Royal Society por sus resultados.) Cuando le contaron la historia y su supuesta participación en ella, su reacción fue…reírse a carcajadas.

Richard Adams Locke, supuesto autor
del bulo, con cara de pocos amigos.
Por lo visto, esta alucinante historia fue urdida por un escritor inglés llamado Richard Adams Locke, que había llegado a Estados Unidos tres años antes. Después de trabajar en varios periódicos como reportero, había aceptado a principios de 1835 un puesto en el joven y modesto The New York Sun.

Si lo que pretendía Locke era aumentar las ventas del periódico con una historia sensacionalista, su trabajo fue un rotundo éxito: a los neoyorquinos les fascinó tanto  que las ventas del periódico pasaron de 8.000 a casi 20.000 ejemplares. The New York Sun se convirtió durante unas semanas en el periódico de mayor tirada de todo el mundo. (Por entonces, el londinense The Times tenía una tirada de 17.000 ejemplares.) Los periódicos rivales estaban furiosos. Uno de ellos, el Journal of Commerce de Nueva York, quiso reimprimir toda la historia y sacar tajada también. Locke intentó disuadir a sus editores, pero ellos se empeñaron en hacerlo. Finalmente, Locke no tuvo más remedio que admitir la verdad. Al menos eso fue lo que afirmó el Journal of Commerce, que anunció a bombo y platillo que la historia había sido una burda invención.

Todo esto no impidió que el bulo lunar traspasara las fronteras de Estados Unidos y llegara a otros países. Incluso existe una traducción al español, de 1836, realizada por Francisco de Carrión (y que hace poco ha sido digitalizada por Google; su enlace, de obligada lectura, lo puedes encontrar más abajo en las referencias).  No tiene desperdicio el prólogo, en el que el bueno de Carrión afirma que "Decir no lo creo, por que no lo he visto, u otras trivialidades, o por lo chocante que parezca el que haya hombres con alas en la Luna, y antojarse, sin más examen, paparrucha inventada por la imaginación fecunda de un burlón; no es modo de raciocinar." 

En cuanto a The New York Sun, nunca admitió que la historia fuese falsa, a pesar de las evidencias y de la polémica que se desató. Y lo que resulta increíble –casi más increíble que la propia historia-, ¡siguió manteniendo su tirada!


P.D. - En Wikipedia se afirma que el repentino éxito de ventas del periódico no es más que una leyenda. No he encontrado datos concretos para confirmarlo o desmentirlo, pero eso no me encaja con que la historia fuese publicada en varios países. El propio Herschel, que tanto se rió la primera vez que le contaron la historia, acabó bastante harto de las cartas de lectores de todo el mundo pidiéndole detalles de sus supuestos descubrimientos. Una de ellas, por ejemplo, venía firmada por un gran número de clérigos que le preguntaba un método para comunicar a distancia el Evangelio a los selenitas. Si tanto caló en el público, lo normal es que eso se tradujese en un enorme aumento de la tirada.


FUENTES:
  1. Evans, David S., The Great Moon Hoax, Sky and Telescope, September, 1981 (196-198); October, 1981 (308-311).
  2. Whitehouse, David, La Luna, una biografía. Editorial Kailas, 2008.
  3. The Great Moon Hoax, Museum of Hoaxes.
  4. Grandes Descubrimientos Astronómicos Hechos Recientemente por Sir John Herschel en el Cabo de Buena Esperanza, Imprenta de Ignacio Estivill, 1836.